PASEOS ESENCIALES DE LA ÉTICA POR LA CIUDAD DE SEGOVIA



            Fue el 19 de junio de 2019: era jueves; una chiquillada de 1º de la ESO salió del instituto, bajando por la acera, en dirección a la avenida del Acueducto: el objetivo era observar unos cuantos jalones para la convivencia que hay en las calles y plazas de nuestra ciudad; recorrimos San Millán, avanzamos por el paseo de los tilos hasta la puerta del Socorro, llegamos al alcázar y después bajamos, bordeando la muralla, por el camino agreste que lleva hasta la hontanilla y, finalmente, a la Fuencisla. Fuimos deteniéndonos, uno tras otro, en unos cuantos lugares de la misma manera que se desgranan las cuentas de un rosario.

1. La iglesia de San Millán. Es un edificio de arcos románicos, y por lo tanto cristiano; y de torre mudéjar, y por lo tanto musulmana. El templo y la torre son un ejemplo de convivencia entre culturas, de cómo se puede vivir en paz sin atacarse unos a otros por motivos religiosos, raciales, culturales o históricos. Cada uno puede aceptar los usos y costumbres del otro.

2. El buscón don Pablos. El arco de San Andrés contiene una plaza que recuerda los lugares donde tuvo su hospedaje el dómine Cabra, que aparece en la novela de Quevedo. La severidad, el rigor, el ascetismo nada tienen que ver con el esfuerzo, sino con la tacañería. Él tacaño es una de las formas del egoísmo, de la falta de amor al prójimo, de la crueldad y de la falta de empatía. La generosidad es el mejor antídoto contra ese vicio.

3. Agapito Marazuela. La estatua que hay más allá del arco nos ofrece un ejemplo de

superación. Pudo ser uno de los mejores guitarristas de España, pero su ceguera rampante le impedía leer las partituras; aun así, lo lograba con una paciencia infinita y unas elevadas dosis de esfuerzo (la resignación y la lucha de los estoicos). Y en la posguerra estuvo condenado a no tener una guitarra hasta que Zuloaga donó cincuenta pesetas para que le compraran una; en la pobreza del mundo pudo mostrar la fortaleza de su carácter (y ésa era su verdadera riqueza).

4. Daoíz y Velarde. Simbolizan el heroísmo. En una circunstancia en que cualquier resistencia frente al poderoso invasor estaba condenada al fracaso, ellos se enfrentaron, como David, al enemigo: y lo pagaron con su vida.

5. La torre de Juan II. El rey amante de la astronomía observaba los cielos nocturnos desde la ventana de esa torre; hasta que un rayo en días de tormenta mató a su criado. Este accidente fue interpretado como un castigo de dios por atreverse a escudriñar sus dominios; y es un ejemplo de superstición, de persecución a la ciencia, como si dios nos hubiera dotado de inteligencia para permanecer ignorantes; lo cual manifiestamente es contradictorio.

6. Las mujeres de Zamarramala. Cuando, tomado el alcázar por el enemigo, las mujeres subieron hasta él y fingieron enamorar a los soldados para emborracharlos, pudieron después abrir la puerta para que entraran sus maridos; y fue revivir la treta de Judith y Holofernes, pues aquellas mujeres fueron, para los invasores, como un caballo de Troya. Representan la dignidad de la mujer, la igualdad entre los sexos, el abandono de toda idea de inferioridad de la mujer con respecto al hombre.

7. María del Salto. Una joven de raíces judías se enamoró de un cristiano y fue condenada, por ello, a morir despeñada: desde entonces se la conoce como Marisaltos. Con independencia del milagro fantástico con que termina el cuento, esta historia nos habla de la intolerancia provocada por el fanatismo (en las antípodas de la tolerancia entre culturas que encontrábamos en la iglesia de San Millán).

8. La mujer muerta. En la sierra que se ve desde el alcázar se divisa una silueta que representa a una mujer tumbada; según la leyenda, representa a una mujer que se interpuso entre dos hermanos que peleaban, llenos de furia, por su amor, y su cuerpo fue atravesado por las estocadas. Representa la lucha sin armas que necesita el mundo para poder vivir en paz.

9. El balcón de la nodriza.  En el lateral del alcázar hay un balcón desde el que una nodriza contemplaba, con un niño en brazos, los torneos que se hacían en el patio; en un descuido se le cayó el niño y ella se tiró detrás de él. En este drama podemos ver la necesidad de tener cuidado con las personas; y cuidado, por supuesto, con las cosas valiosas; cuidar el mundo es la mejor manera de tenerlo limpio para seguir viviendo en él.



           El tiempo se hizo corto. Nos faltó visitar la plaza de Juan Bravo, que por estar en la confluencia entre los barrios cristiano, musulmán y judío, merecería ser llamada plaza de las tres culturas. La casa de Andrés Laguna nos habría dado pie a hablar del cosmopolitismo de su dueño, derramado en numerosos viajes por toda Europa, y la solidaridad de la gente que necesita unirse (tal y como la vemos en el Discurso de Europa); prescindiendo del carácter apócrifo del Viaje de Turquía, también habríamos podido hablar del respeto, en el espíritu de empatía, apertura y tolerancia que se desprende de él.
            Al decir que el tiempo se hizo corto no queremos decir que ya no hubiera tiempo; queremos decir que ya no hubo tiempo para los chicos, pues los chicos tenían hambre y sed, estaban cansados, y en la Fuencisla encontraron bancos donde sentarse, un kiosco donde beber y un servicio para aliviarse. Jugaron a los globos de agua y se empaparon; se echaron a rodar por una pequeña cuesta y se lo pasaron en grande; sólo cupo destacar que algunos tiraron papeles al suelo (con la consiguiente reprimenda del dueño del kiosco) y otros regaron con agua a quienes charlaban tranquilamente sin ganas de jugar a los globos: y lo que ellos tomaban por broma era, en realidad, una insolente falta de respeto. Esas tres o cuatro personas parecían seres silvestres poco acostumbrados a vivir en sociedad; empujaban y corrían, orgullosos de ser hombres (porque un hombre, decían ellos, tienen pelo en pecho), se subían a las motos aparcadas para fotografiarse en ellas, arrancaban hojas de los árboles, sacudían el puente colgante con una fuerza agresiva que contagiaban a los demás, se encaramaban a cruces de hierro con riesgo de doblarlas o  arrancarlas, molestaban a los caminantes y se encaramaron también, para fotografiarse con el diablo, al borde de una pared que caía a pique a considerable altura por el otro lado. Los profesores estaban en vilo pendientes de ellos y por un momento pareció que aquellos chicos venían de alguna aldea apartada donde no les habían enseñado ningún tipo de habilidades sociales.
            Sólo unos pocos manifestaron esa presencia inadaptada. El resto mantuvo una convivencia jovial, respetuosa, atropellada y vital, propia de niños que se hacían adolescentes y encaraban la vida con un talante sano. La excursión tuvo dos partes: una teórica, donde atendieron razonablemente bien las explicaciones, y otra práctica, donde demostraron que entre los bríos de la infancia hay madera para hacer de ellos buenas personas y buenos ciudadanos: sólo por so valió la pena haber salido con ellos.


Mariano Martín.
Vicente Sánchez.



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